Maya era una mujer blanca de 35 años, cabello rubio platino y piel pálida cubierta de tatuajes tribales de colores. A pesar de su apariencia gótica, Maya tenía un secreto: le encantaba el sexo salvaje con hombres negros.
Un día, Maya conoció a Marcus, un apuesto afroamericano de 1.90 m de altura y mirada penetrante. Marcus tenía una energía oscura y sensual que encendió el deseo ardiente de Maya.
Maya comenzó a coquetear descaradamente con él cada vez que se veían en el gimnasio donde entrenaban. Marcus sonrió, divertido y juguetón, complaciéndola. Maya supo que solo era cuestión de tiempo para llevarlo a la cama.
Un día, Maya fingió un esguince en la rodilla para pedirle que la ayudara a estirar. Marcus acudió ansioso y se ofreció a masajearla. En cuanto se encontraron a solas, Maya lo besó apasionadamente, dominada por la lujuria.
Marcus se dejó seducir, embriagado por sus besos intensos y caricias. Maya lo desnudó rápidamente, admirando su cuerpo musculoso y moreno. Se dejó caer de rodillas y comenzó a explorarlo con la lengua, sacando gemidos de entre sus labios.
Luego lo penetró profundamente, sacudiendo el mundo de Marcus. Sus embestidas fueron frenéticas, explorando cada posición imaginable. Exploraron sin límites el placer, descubriendo facetas extremas del éxtasis. El clímax fue explosivo. Marcus eyaculó dentro de ella, llenándola de satisfacción.
Maya alcanzó el orgasmo casi simultáneamente, sacudiéndose entre sus brazos. Se separaron jadeantes, cubiertos de sudor y semen. Esa fogosa sesión de pasión la marcó para siempre. Había explorado placeres prohibidos y saciado un secreto apetito salvaje. Nunca lo olvidaría.
Habían sido creados para vivir momentos como aquel, aunque fuera solo por una tarde. Una tarde que nunca olvidaría. Maya salió de allí transformada, su alma teñida de deseo como nunca antes.